El legado nuclear: una herencia colonial, una herida moral

17/05/2024 | Noticias

Fuente original: La Directa (original en catalán) 
Por Carme Suñé, vicepresidenta de Fundipau

Una semana al año, siempre a principios del mes de marzo, miembros de las comunidades originarias de zonas tan diversas como Australia, las islas Marshall, Norteamérica, Argelia, Tíbet, Mongolia o Kazajistán se encuentran para conmemorar el legado nuclear que más de 2.000 ensayos con estas armas han dejado en sus vidas y sus tierras. Durante unos días se unen para compartir sus historias y experiencias y sobre todo sensibilizar sobre el impacto y las consecuencias del uso y ensayos con armas nucleares y de la extracción y procesamiento de uranio. El testimonio de estas comunidades evidencia que las armas nucleares tienen una capacidad destructiva excepcional con unos impactos perdurables en el tiempo sobre la salud humana y medioambiental.


El uso y los ensayos con armas nucleares y la extracción y procesamiento de uranio para fabricarlas suponen una herida moral que, mayoritariamente, no ha sido abordada. Son el resultado de la creencia que la violencia hacia ciertos pueblos originarios y colonizados es legítima e incluso necesaria. Desde el Pacífico en la África Occidental, desde Asia Central hasta el Norte de África, las comunidades afectadas pertenecen mayoritariamente a pueblos originarios y colonizados pero el legado nuclear continúa siendo un problema global.

El caso de las Islas Marshall

Una de estas comunidades son los habitantes originarios de las islas Marshall, un archipiélago formado por 29 atolones coralinos y cinco islas con barreras de coral dispersas. Estas islas, particularmente los atolones de Bikini y de Enewetak fueron el escenario de 67 pruebas nucleares realizadas por los Estados Unidos entre 1946 y 1958. La carga explosiva total de estas pruebas fue equivalente a la explosión diaria, durante aproximadamente 10 años, de una bomba como la que se lanzó sobre Hiroshima.


La elección de estas islas del pacífico, bajo administración fiduciaria de los Estados Unidos hasta 1986, se hizo a pesar de las evaluaciones negativas hechas por el mismo ejército estadounidense, que alertaban que las islas no se ajustaban a los criterios de seguridad meteorológica necesarios. De acuerdo con IPPNW (Asociación Internacional de Médicos por la Prevención de la Guerra Nuclear), uno de estos criterios tenía que ser no exponer al personal a los peligros radiactivos o no contaminar el agua o el suelo. Las islas tampoco cumplían la recomendación que establece que cualquier prueba nuclear se tenía que hacer a una distancia mínima de 240 kilómetros de cualquier lugar habitado.

La carga explosiva total de estas pruebas fue equivalente a la explosión diaria, durante aproximadamente 10 años, de una bomba como la que se lanzó sobre Hiroshima


Las consecuencias de ignorar estas recomendaciones y realizar los ensayos fueron trágicas, no solo para los habitantes de los atolones de Bikini y Enewetak, sino que la lluvia radiactiva llegó a otras atolones como el de Ailuk, a unos 500 kilómetros. Este atolón sufrió la lluvia radiactiva de la bomba termonuclear de 15 megatones llamada Bravo de la que recientemente se ha conmemorado el 70º aniversario. Estos atolones no se evacuaron de forma inmediata y sus habitantes tampoco fueron advertidos del peligro que corrían. No fue hasta dos días y medio después de la explosión de Bravo que la población fue evacuada pero ya había sido expuesta a dosis de radiación en muchos casos letales.

La historia de Castle Bravo no fue ni un triunfo científico ni un éxito de la disuasión en plena guerra fria. Lo que sí que fue es una historia de cómo la vida en las islas Marshall se vio desarraigada, la tierra contaminada y de cómo la población tuvo que hacer frente a las consecuencias durante generaciones. Pero también es la historia de resiliencia de un pueblo que no ha dejado de luchar nunca para restaurar la injusticia que sufrieron.

Los informes elaborados por el relator especial del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas después de sus investigaciones sobre los impactos de las pruebas nucleares en las islas Marshall fueron contundentes: alto número de muertes fetales, abortos, defectos congénitos de nacimiento, problemas reproductivos, la muerte de recién nacidos por desórdenes fetales, además de tener que soportar el trauma y la vergüenza en el seno de la comunidad. Años después de haber sido expuestos a la radiación, había una alta incidencia de casos de cáncer de tiroides.


Además de los impactos de la radiación sobre la salud de las personas, las explosiones nucleares malograron las barreras de coral, hecho que permitió el crecimiento de un organismo unicelular que produce una toxina que contamina los peces. Este organismo no tiene un impacto directo en los peces pero sí que lo tiene en las personas que los consumen, tal como pasó con la población de las islas Marshall que perdieron una de sus fuentes básicas de alimentación y por tanto, su forma de vida tradicional. El desarraigo que provocó este hecho tuvo un grave impacto emocional por la pérdida de la tierra natal a la cual una buena parte de la población no ha podido volver.

La cúpula Runit: el problema de la reparación ambiental

Casi el 80% de la capacidad explosiva de todas las pruebas nucleares atmosféricas realizadas por los Estados Unidos recayeron en las islas Marshall, especialmente en Bikini y Enewetak, las más afectadas por los residuos. Para intentar paliar el impacto ambiental que provocarían, en los años 70 los Estados Unidos construyeron un inmenso depósito de residuos nucleares en la isla de Runit situada en el atolón de Enewetak. Este depósito se instaló en el cráter provocado por uno de los ensayos realizados en esta zona. Decenas de miles de metros cúbicos de residuos nucleares se depositaron sin aislar debidamente las paredes del cráter. El vertedero se cubrió con una cúpula de cemento que recibe el nombre de la isla donde se construyó –la cúpula Runit–, una carcasa de hormigón que cubre más de noventa y un mil metros cúbicos de residuos nucleares.

Un informe elaborado el 2020 por el Departamento de Energía de los EU aseguraba que a pesar de las grietas que tiene la cúpula, ésta no presenta ningún peligro inminente de colapso. Pero investigadores independientes de la Universidad de Columbia señalan que la cúpula no ofrece suficiente seguridad y que la subida del nivel del mar y las mareas cada vez más altas como consecuencia del calentamiento global amenazan seriamente su integridad. El peligro de rotura en las próximas décadas es real y hace falta una actuación urgente para evitarlo.


La cúpula Runit expone de forma dramática el grave problema de la reparación ambiental porque las estructuras que se construyen para almacenar los residuos radiactivos no resisten la duración en el tiempo de ciertos tipos de elementos contaminantes como el plutonio-239, especialmente cuando están expuestos a condiciones extremas de salinidad o a los impactos erosionadores de las mareas y las tormentas cada vez más violentas debido al calentamiento global.

La justicia nuclear restaurativa y el fin de la amenaza nuclear


El 22 de diciembre de 2023 gracias al intenso trabajo diplomático de Kazajistán y Kiribati, dos de los estados afectados por el legado nuclear, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la resolución 78/240 que estos dos países habían defendido sólidamente durante el Primer Comité de la Asamblea General. La resolución quiere abordar el legado de las armas nucleares mediante la compensación y la reparación ambiental a aquellos estados miembros afectados por las pruebas y el uso de armas nucleares. El texto, que supone un éxito de la justicia nuclear y de la cooperación internacional, marcará el camino de un proceso largo y duro de recogida de información y valoración de las necesidades de las comunidades afectadas, seguido de pasos concretos para asistir a todas las víctimas y valorar y reparar los entornos contaminados.

La existencia de 12.512 armas nucleares en un tiempo caracterizado por la proliferación de los conflictos globales pide la determinación firme de los estados para poner fin a esta amenaza existencial


Este trabajo ya ha empezado en el marco del despliegue del TPAN. El tratado es la única ley internacional que reconoce los retos del legado nuclear porque contiene las provisiones humanitarias de asistencia a las víctimas, reparación ambiental y cooperación internacional.


El mundo no se puede permitir más víctimas de armas nucleares ni más contaminación del medio natural. Ayudar las comunidades afectadas es un paso imprescindible en el marco de la justicia restaurativa pero la existencia de 12.512 armas nucleares en un tiempo caracterizado por la proliferación de los conflictos globales pide la determinación firme de los estados para poner fin a esta amenaza existencial.


Tal como declaró el Secretario General de las NNUU en la última reunión ministerial del Consejo de Seguridad, “el desarme nuclear es el único camino posible para hacer desaparecer la sombra de una catástrofe nuclear de una vez por todas. Por lo tanto, es urgente fortalecer la arquitectura de desarme, que tiene que incluir el TPAN”.

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